Los magistrados de la Corte Constitucional Jorge Pretelt (izq.) y Mauricio González. El primero es ponente del Marco Legal para la Paz. / David Campuzano
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Agosto 28: el plazo para decidir sobre el Marco Legal para la Paz
Sobre la arquitectura de la paz
Un análisis a los dilemas del derecho penal de cara a la decisión que en pocos días deberá tomar la Corte Constitucional sobre el acto legislativo base para el proceso de diálogo con las Farc.
Últimamente, defensores y críticos del Marco Jurídico para la Paz apelan
con insistencia al sentido común. Los demandantes de la norma ante la Corte
Constitucional señalaron que la obligación del Estado de investigar, juzgar y
sancionar todas las violaciones a los derechos humanos —sin excepción— era un
asunto de sentido común. También lo mencionó el presidente Santos en su
intervención durante la audiencia pública convocada el mes pasado por el
magistrado del alto tribunal, Jorge Pretelt.
Dijo el presidente que la necesidad de crear un marco legal y conceptual
que definiera el modelo de justicia transicional aplicable en caso de firmarse
la paz con las Farc, era no sólo una decisión necesaria sino de sentido común.
Finalmente, las Farc, en un comunicado emitido desde La Habana (Cuba) el 6 de
agosto, manifestaron su descontento y explicaron que “el solo sentido común
indica” que el marco debía ser “producto de análisis y decisión conjuntas”.
Pero es necesario algo más que sentido común para que la Sala Plena de
la Corte Constitucional resuelva la demanda contra algunas de las expresiones
del artículo 1° del Marco Jurídico para la paz. La ponencia del magistrado
Pretelt, que circuló a los medios de comunicación a finales del mes de julio,
sugiere que va a defender la constitucionalidad condicionada de la norma. Sea
cual sea el sentido del fallo, se espera que la Corte asuma con rigor el
estudio de los cargos de la demanda. En caso de decidir a favor, así sea
parcial, la Corte deberá abordar, al menos, tres temas claves a propósito de la
justicia penal y su lugar en la arquitectura de la paz con las Farc.
En primer lugar, está la crisis de las metodologías de investigación
penal caso por caso para delitos cometidos por grupos armados. Una de las
costosas lecciones que arrojó la investigación, juicio y sanción de delitos
bajo la Ley de Justicia y Paz fue precisamente la dificultad que representa
investigar de manera aislada aquellos delitos cometidos por los miembros de una
organización paramilitar. El reducido número de sentencias proferidas en
Justicia y Paz es indicativo de que la investigación, caso por caso, no basta
para combatir la impunidad.
No sorprende entonces que la propuesta del Gobierno le haya apostado a
que el Fiscal General determinara una política de priorización, que incluyera
la adecuación de las prácticas investigativas del ente acusador. El fiscal
Montealegre ha puesto en marcha un ambicioso proyecto de investigación criminal
que combina la construcción de contextos y la investigación penal de crímenes
cometidos de manera sistemática, incluidos delitos con ocasión del conflicto
armado.
Sin embargo, no puede la Corte presumir que la selección de casos,
basada en un criterio de centralización de esfuerzos investigativos y de
juzgamiento en aquellos delitos cometidos de manera sistemática, garantiza
mejores resultados (es decir, más eficiencia y menor impunidad). De nada sirve
idealizar la investigación de crímenes sistemáticos cuando las experiencias de
otros tribunales demuestran como, en la práctica, investigar y probar planes,
políticas y patrones criminales, es igual o más difícil que trabajar caso por
caso.
Probar la sistematicidad es difícil, aún para las instituciones creadas
precisamente con ese fin. Basta con mirar los desalentadores resultados de la
Corte Penal Internacional, que se explican, al menos en parte, debido a que la
Fiscalía no ha podido demostrar la existencia de una política contra varios de
los sindicados ante este tribunal por crímenes internacionales. A nivel local
no hay que ir muy lejos: las organizaciones de mujeres del país llevan años
intentando que los jueces en Colombia reconozcan que una sola violación, cuando
ocurre en el contexto de un ataque sistemático contra la población civil,
constituye un crimen de lesa humanidad.
En segundo lugar, está la creciente obsesión de las élites legales
globales y locales con los crímenes sistemáticos y la verdad judicial que
privilegian. Uno de los temas menos discutidos en los debates, a propósito de
la constitucionalidad del Marco, ha sido el de las implicaciones de las
macro-verdades (como las llamó Montealegre durante uno de sus célebres
intercambios con el procurador). Las verdades sistemáticas, los macro-procesos
judiciales y el desmantelamiento de las estructuras de criminalidad organizada
hacen parte de un vocabulario que apunta a definir qué se entiende por verdad y
por justicia.
Se trata, sin duda, de herramientas metodológicas y conceptuales que
contribuyen a entender la dimensión y el alcance de la violencia que por años
las Farc, así como los paramilitares y el Ejército, han utilizado contra la
población civil. Sin embargo, existe una tensión entre la mirada sistémica (que
tiende a privilegiar lo macro) y la experiencia subjetiva y profundamente
alienante que sólo le ha dado a las víctimas una pérdida de lo suyo y los
suyos. Un modelo de justicia transicional deseable no diluye esta tensión sino
que la sostiene, haciéndola explícitamente objeto de discusión (pero no
solamente por parte de expertos).
Finalmente, está la importancia de entender los costos de privilegiar la
violencia sistemática sobre aquella que es aislada o arbitraria. No investigar
penalmente aquellos delitos que ocurren de manera aislada, no forman parte de
un plan o simplemente no se puede probar que ocurran dentro de un patrón, es
una decisión que define y legitima una jerarquía del sufrimiento de las
víctimas. Se trata de un dilema intrínseco al derecho penal que se acentúa en
un contexto de justicia transicional, en el que muchos legítimamente esperan de
la paz castigo para los perpetradores.
Sin embargo, eso no quiere decir que la renuncia con condiciones a la
persecución penal implique la renuncia del Estado a la obligación de reconocer y
tramitar adecuadamente las experiencias de violencia aislada o arbitraria
producto del conflicto. Un proceso de negociación como el actual también puede
asumir como suyo el reto de interrogar el lugar privilegiado de la
criminalización y el castigo penal en el proceso de reconciliación.
La Corte tendría la razón en declarar constitucional el Marco, si al
hacerlo crea las condiciones de posibilidad para que el Congreso establezca
unos criterios de selección de casos claros y transparentes. La arquitectura de
la paz no la define el texto de una norma, pero de quien se pronuncia para
definir su significado no se espera nada menos que entienda que la
responsabilidad de decidir adquiere, en ocasiones, el sentido de una promesa.
* Candidata a doctorado en Ciencias Jurídicas de la Escuela de Leyes de
la Universidad de Harvard.
Por: Alejandra Azuero Quijano / Especial para El Espectador *
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